En nombre de la salud pública

No me gusta pelar peleas que no son las mías, pero ante tanta ceguera intelectual no me queda más que entrar al ruedo sin que se me haya llamado.

Antes que nada, me gustaría aclarar algo. No soy gordo. Nunca lo he sido. No tengo muchos amigos gordos. Voy a correr tres veces por semana. Y no tomo refresco en general.  Huelga decir que no me patrocina ninguna refresquera (¡Ojalá!).

Después que nada, a mí también me parece alarmante los niveles de obesidad en México; sin embargo, no por eso debemos de dejarnos llevar por las sirenas científicas y sus cánticos llenos de prohibiciones. La culpa de un vientre prominente no lo tiene el azúcar, ni la cebada, ni las carnitas.

Ese discurso cientificista que desde siempre ha coqueteado con conquistar el ámbito de lo político ha resurgido y, lo peor de todo, es que ni siquiera ha tenido la decencia de cambiar de disfraz. El poder de la salud pública es más viejo que la modernidad. Ya Foucault nos lo había confesado. Desde siempre se ha segregado a gente que irrumpe con el bienestar del público, en el medievo los leprosos y después los vagabundos y prostitutas que poco a poco se fueron convirtiendo en locos que son un peligro para la moral ajena. Todo bajo una misma justificación: cuidar la salud pública. Podría arriesgarme a afirmar, pero sólo lo murmuraré, que hasta en los sistemas totalitarios las medidas políticas más radicales se amparaban en la seguridad y en la protección de la salud pública. No me sorprendería que los judíos hayan sido catalogados como portadores de enfermedades incurables en la Alemania nazi.

Claro, todos siempre con muy buenas intenciones. Con las mejores intenciones metían a las prostitutas a las mazmorras, pues eran foco de enfermedades. Con las mejores intenciones, recluían a los vagabundos en los manicomios y a los bastardos en los hospicios. Y para erradicar el SIDA, también se enjuiciaba a los homosexuales, que hasta 1973 dejaron de ser enfermos mentales.

Enfermedad es sólo un nueva nombre del vicio, y salud, de la virtud. Y siempre habrá quieres quieran basar la vida social en términos de virtud y vicio, y usar la fuerza del Estado para crear sociedades virtuosas. El discurso que busca hacer políticas públicas impositivas para combatir la obesidad forma parte de esta larga lista de posturas premodernas. Las políticas autoritarias tienen las mejores intenciones de hacernos virtuosos, o sanos, lo que, para el caso, es lo mismo. Es la ciencia que asalta la política, y la salud que ataca la libertad.

Debo de reconocer un giro sutil en este tipo de discursos a favor de un impuesto a los refrescos. Ahora ya no se persigue una virtud celestial, ni una virtud comunitaria, sino una virtud individualista. A fin de cuentas, no se trata de hacerle bien ni a Dios, ni a los camaradas, ni a la historia, ni a la raza, sino a ti mismo. En ese sentido, aquellos que buscan, con las mejores intenciones, proteger la salud individual a través de medidas impositivas o restrictivas, nos presentan una cara nueva de los viejos discursos. Debo reconocer ahí un avance. Pero, no debemos dejarnos confundir: es la mona vestida de seda. Es una política autoritaria que ahora está hablando en nombre del individuo, pero un individuo que él define como el virtuoso, como el sano. Es nuestro deber pues señalar la contradicción y desenmascarar la farsa.

Desde una postura liberal, el impuesto a los refrescos, no tiene sentido; así como no tiene sentido la ilegalidad de la homosexualidad, de la prostitución, del aborto o de las drogas. Aquellos que quieren ponerle un impuesto al refresco en nombre de la salud pública deben ser señalado como lo que son: autoritarios. Todo lo demás, es ceguera intelectual.

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