La desgracia urbana de la Ciudad de México: una perspectiva libertaria I
En los últimos años la Ciudad de México se ha embarcado en el enorme reto de regenerarse; de pasar de ser la ciudad sucia, desordenada y caótica a una agradable y aséptica ciudad. El gobierno del Distrito Federal no ha escatimado recursos en el rescate de espacios urbanos, la creación y mejora de nuevos sistemas de transporte y en toda clase de intervención en el paisaje urbano, a veces con resultados positivos y otras veces con consecuencias catastróficas. Como libertario, no puedo dejar de cuestionar desde un punto de vista moral dichas acciones, aunque debo reconocer que el GDF ha acertado en varios puntos con una perspectiva cien por ciento utilitarista y sin juicio moral. Pese a mi acuerdo con el reordenamiento de la ciudad, naturalmente repruebo que el Estado busque controlar la manera en la que los individuos se organizan en su ciudad.
Antes de comenzar a dar propuestas libertarias para la organización de una ciudad, específicamente para la Ciudad de México, me parece relevante comenzar por contar la historia infausta del crecimiento de nuestra urbe. Es común escuchar que el problema ha sido la falta de planeación, la “situación anárquica” en la que durante el siglo XX se pobló el Valle de México. ¿Qué tan cierto es eso? ¿Ha sido la falta de intervención gubernamental el origen de los dolores de cabeza diarios que aquejan a los capitalinos? Esta es la primera de varias partes de un mismo artículo en el que trataré de desmentir la retórica estatista que se cierne sobre mi amada ciudad.
¿Por qué creció tanto la ciudad?
Los años cincuenta son decisivos para el futuro de la Ciudad de México. Como consecuencia lógica del modelo de sustitución de importaciones, que priorizó la industrialización y como es típico en una economía planificada y centralizada, la capital del país fue el epicentro de dichas políticas económicas. En esa década se convirtió en un imán para el migrante que provenía del interior del país. Los censos hablan, en 1950 la población de toda la zona metropolitana era de 3.32 millones, de los cuales 3.1 habitaban en el D.F. y el resto en los municipios conurbados en el Estado de México; 20 años más tarde esas cifras crecieron dramáticamente: la población total de la ZMCM era próxima a los 9 millones, poco menos que el triple que 20 años antes, con 6.9 millones en D.F. y 2.1 millones en el área conurbada. A partir de los setentas la mancha urbana desbordó los límites políticos del Distrito Federal y comenzó el poblamiento de los municipios conurbados. José Rodolfo Luque González menciona que desde los setentas, el área central comienza a decrecer en favor de los municipios mexiquenses y de ciudades medianas en el interior del país, dichos flujos migratorios fueron especialmente impulsados por los sismos de 1985. Ya en 1990 la población del Valle de México rebasaba los 15 millones de habitantes y los municipios mexiquenses contribuían con 6.9 millones. La tendencia continúa y hoy por hoy la mayor parte de los habitantes de la ZMVM viven en el Estado de México. (A 2010 habitamos esta ciudad 20.1 millones de habitantes, sólo 8.8 en el D.F.).(1)
¿Qué podemos vislumbrar al analizar dichas cifras? En primer lugar, es posible desmitificar el lugar que común en el que ha sido la falta de Estado el origen del desastre. La llegada masiva de migrantes del interior del país no sólo fue consecuencia de la centralización de la industrialización, la oferta educativa, de salud y la infraestructura. También fue consecuencia lógica de la pobreza estructural en el campo mexicano que la distribución de la tierra a través del ejido no resolvió.
Naturalmente, el aumento de la población trajo consigo, además de la expansión de la mancha urbana, las necesidades de educación, trabajo, vivienda y servicios; raramente fueron bien cubiertas. En ese contexto comenzaron a nacer soluciones improvisadas y políticos que no dudaron en utilizar la miseria de los migrantes para hacerse de fuerza electoral. Conocido es el fenómeno de la ocupación “ilegal” de terrenos de “propiedad federal” que dio origen a barrios marginados y cinturones de miseria en torno al centro de la ciudad en un principio y posteriormente a las fueras del distrito federal. Los barrios deprimidos de hoy en día vieron el sol en esos años y actualmente siguen siendo un ícono de la pobreza y el subdesarrollo de nuestra ciudad; además de adefesios urbanísticos que contribuyen al caos, la delincuencia y la sociedad de esta urbe.
Quiero hacer notar que la realidad contradice a los argumentos urbanísticos que culpan a la ausencia de Estado como origen del problema. Consideremos que la ocupación ilegal y posterior regularización de dichos barrios fue alentado por priistas buscando capital político. En su libro “El Estado y la pobreza urbana en México”, la no siempre atinada Susan Eckstein(2) (culpa tanto al mercado como al Estado, como si fueran dos entes morales de la misma naturaleza) describe el lamentable fenómeno hablando primero, de la ocupación de los predios dirigido por un líder, luego el mismo cobra a bajo costo la venta de esos terrenos sabiendo que no posee derechos sobre él, posteriormente se moviliza junto con las personas en la lucha por el reconocimiento de los derechos de propiedad de sus “clientes” y en la búsqueda de que el gobierno dote de servicios públicos. Es relevante notar que para que lo anterior fuera posible debió existir: propiedad federal por definición ilegítima, conceptos legales defectuosos sobre propiedad privada y su origen, centralización, pobreza estructural, un sistema político que permitiera e impulsara el actuar de los líderes partidistas que orquestaron la ocupación y una economía intervenida que imposibilitó la salida de la pobreza de muchos habitantes de la ciudad.
Los enormes tiempos de traslado que sufrimos a diario los habitantes de Ciudad de México a causa del gran tamaño de la ciudad, están relacionados también con la política de vivienda que impulsa el Estado vía el infonavit. Dicho organismo subsidia la compra de vivienda en desarrollos habitacionales muy alejados de la ciudad y ha sido fundamental para la multiplicación de ellos y el crecimiento sin límites de la capital de México.
La ciudad del auto y el Estado.
La retórica oficial acusa al egoísmo exacerbado de los ciudadanos del tráfico pesado que caracteriza México D.F. Se dice que es responsabilidad exclusiva de los conductores el caos; hay algo de cierto, finalmente, las personas son quienes deciden usar el auto o no hacerlo y no hay nada de malo en ello; sin embargo, me gustaría recordar que es la respuesta lógica a varios incentivos de los que el Estado es culpable directamente: en primer lugar, fue el Estado quien construyó espacios monstruosos que privilegian al auto, como el anillo periférico y el circuito interior, o en los setentas, el sistema de ejes viales. Eso señores, no es orden espontáneo ni mercado, ni anarquía en lo absoluto: es el gobierno distorsionando la manera en la que la sociedad se organiza para cubrir necesidades. En segundo lugar, tras controlar el transporte público y concesionarlo a sus amigos favoreciendo monopolios, el gobierno es responsable de la mala calidad del transporte colectivo (que no debe ser público) que es un incentivo adicional para no dejar el coche jamás.
Vemos pues, que no es la sociedad libre el origen de la suciedad y el desorden de Ciudad de México, sino el Estado y sus siempre fallidas políticas. Espero que puedan leer la segunda parte de este artículo donde abordaré más problemas y posteriormente una respuesta libertaria que haría de ésta, una ciudad más agradable, libre y humana.
(1) Censos Inegi de 1950, 1970, 1990 y 2010 se pueden consultar en http://cuentame.inegi.org.mx/monografias/informacion/df/poblacion/dinamica.aspx?tema=me
(2) Eckstein, Susan. El estado y la pobreza urbana en México. Editorial siglo XXI. México D.F. 1999. Pag. 63